He tenido el placer de escribir, para Peón de Rey (nº 123), la crónica del XXIX Magistral de ajedrez Ciudad de León. La experiencia ha sido tan satisfactoria que no he podido sustraerme a la tentación de ampliarla en nuestro blog. ¡Guardadme el secreto!

Visitando San Marcos, una joya arquitectónica que prepara el corazón para disfrutar de la gastronomía leonesa.
El turismo, si me permitís la franqueza, está ligado a la actividad ajedrecística. Si amamos el juego-ciencia por su capacidad para abrirnos la mente a otros patrones de pensamiento, ¿cómo obviar la riqueza cultural de los lugares que tenemos el placer de visitar gracias a nuestra pasión por los trebejos? Viajar a León, desde luego, confirma este pensamiento. La ciudad, que no había tenido ocasión de conocer anteriormente, es para gozarla, con edificaciones monumentales abundantes y lustrosas. En cuanto a satisfacer el estómago, ¿cabe imaginar un lugar mejor? Las tapas leonesas tienen merecida fama. Pasear, impregnarse de la magia de tierras castellanas, tiene su mejor compañero si vivimos las tabernas. A fondo. Sin escatimar esfuerzos.
En el auditorio, antes de dar comienzo la primera partida, tuve el privilegio de echar un vistazo para transmitir mis impresiones a los lectores de Peón de Rey. ¡Fue una experiencia mística! Pasé de la oscuridad de las cómodas butacas a la luz que bendecía el altar ajedrecístico. Ello, en el más escrupuloso silencio. La atmósfera que crean Marcelino Sión y su excelente equipo es difícil de describir. Es como… como… como entrar en un claustro de estilo románico. Sin recargar el ambiente; sin que echemos nada a faltar. La sobriedad elegante que te hace respirar buen ajedrez y, lo que más aprecio, ¡que los espectadores seamos parte del evento!
¡Va a dar comienzo la primera partida! Antón y Anand, a los que la noche previa veíamos cenar juntos en el comedor del Conde Luna, protagonizan un duelo muy interesante. La fotografía, ¿os gusta?, fue tomada siguiendo los consejos que David Llada me ofreció en Peón de Rey (nº 122). “No te precipites. Deja que todos hagan sus fotos, pasea un rato por la sala. Imprégnate de la atmósfera y, cuando estés preparado, te acercas, te posicionas, te tomas tu tiempo para disparar y tendrás una bonita foto”. He de admitir que me costó aguantarme las ganas de hacer mil instantáneas al mismo tiempo que la nube de fotógrafos. Pero, de alguna manera, hice caso a Llada. Cerré los ojos. Respiré. Esperé unos minutos hasta quedarme solo y… ¡una foto de la que me siento muy orgulloso!
Cuando Miguel Illescas me invitó a la mesa de comentaristas para entrevistar a Yi Wei tomé aire. El joven prodigio chino parecía poco hablador y, a largas preguntas, ofrecía respuestas escuetas. Su traductor, un chico muy simpático al que olvidé preguntar el nombre (soy más despistado que maleducado, creedme, por favor), fue muy voluntarioso, pero nos faltaba fluidez debido a la natural timidez del ajedrecista asiático. Pero, justo cuando acabábamos, se rompió el hielo. Le hice dos preguntas que tocaron su fibra sensible. A la primera “¿le gusta viajar?”, contestó diciendo que le gusta más jugar al ajedrez. Su voz se quebró un poquito. La segunda pregunta, “¿echa de menos a su familia?”, fue respondida con una caída de ojos que lo dijo todo. El joven Wei, al que hasta entonces no conseguía interpretar, me pareció un chico encantador, educadísimo, cordial y, en las distancias cortas, risueño.
¿Cuántas veces el ajedrez trasciende de la mera lucha deportiva? En León fue una agradable sorpresa descubrir la exposición del escritor, artista imposible de clasificar, Eduardo Scala. Sostiene el erudito que las torres, en el modelo Staunton, deberían ser más altas que caballos y alfiles. Reconozco que, en más de una ocasión, me ha llamado la atención que las torres sean tan pequeñas. ¿Qué sentido tienen sus actuales dimensiones? Me gustaría que la iniciativa de Scala tuviese éxito: la torre tiene una simbología que la hace merecedora de un mayor tamaño. Sigamos con el debate que ha abierto en las redes sociales el insigne Leontxo García.
Jorge I. Aguadero Casado